


Esta práctica me ha vuelto literalmente loca, porque, debido a problemas con la cámara, no pude participar en el concurso “Rincones de Pamplona” y, además, tuve que hacer las fotos tres veces.
El primer día que salí fue la mañana de un domingo muy soleado. Estuve casi tres horas paseando por Pamplona, fotografiando todo lo que me llamaba la atención. Principalmente por la Ciudadela y la Taconera, ya que los parques son lo que más me gusta de las ciudades. Cuando paseo entre los árboles suelo imaginar que estoy en el campo, que he dejado los coches, el bullicio y el estrés atrás. Es una pena que ninguna de estas fotos saliese. La verdad es que todavía no he conseguido averiguar lo que le pasaba a mi cámara, porque ni esa ni la siguiente vez que fui a hacer fotos lo conseguí.
Pero como se suele decir, a la tercera va la vencida. De todos modos, no fue lo mismo, porque ni el día era tan propicio como el primero, ni tuve tanto tiempo para pasear, ya que las últimas semanas del curso suele acumularse mucho trabajo. Esta vez me dediqué a recorrer las cercanías de la nueva estación de autobuses. Estuve experimentando un poco con la cámara, porque me gusta el efecto que se consigue cuando la fotografía sale nítida, pero los coches movidos. También me acerqué al Baluarte, que con la iluminación navideña estaba precioso. A pesar de que no estuve mucho tiempo, las manos se me quedaron ateridas de frío.
Sin saber muy bien cómo, me puse a pensar en el día en que llegué a Pamplona por primera vez. Tenía una sensación extraña en el cuerpo. Por un lado estaba emocionada, porque empezaba una vida nueva fuera de mi hogar. Me esperaban cuatro años en una ciudad desconocida y ardía en deseos de empezar a explorarla. Por otra parte, estaba desolada. Había dejado atrás a todos mis seres queridos y en cierto modo intuía que mi vida iba a dar un giro espectacular, aunque nunca imaginé hasta qué punto.
Ahora que veo las cosas con perspectiva, puedo decir que la experiencia ha merecido la pena. He conocido un montón de gente increíble y he aprendido muchas cosas. Sin embargo, no puedo evitar pensar en lo diferentes que hubiesen podido ser las cosas si nunca hubiese dejado Bilbao. En esos momentos siento añoranza. Pero es que la vida no es dulce, es agridulce.
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